La mueca de Hades

Hades está aburrido, o, para ser narrativamente más precisos: a Hades lo han aburrido. Porque un mismo defecto recorre la maquinaria del Inframundo, desde las virtuosas llanuras eliseanas a las tortuosas horripilancias del Tártaro: no cambia. Los condenados surcan la eternidad padeciendo los mismos tormentos. Heráclito descubrió y postuló que ningún hombre se baña dos veces en el mismo río, porque el mundo -y el hombre- ha sido bendecido con el don del cambio. Los ríos del más allá son ilusiones de movimiento, son siniestros. En el Hades no reina Hades, reina la certidumbre.
Una noche -el Infierno es una sucesión nocturna con resplandores fugaces que obran de separadores para dar la ilusión de temporalidad- Hades posó su mirada omnisciente en una de sus criaturas más odiadas, la que más obedientemente le recordaba esa rutina infame. Era ese cieguito abnegado, aplicado a la tarea de empujar una piedra que jamás encontrará sosiego aún alcanzando la cima. Hades lo detestaba, porque recordaba que esa figura patética había sido en vida el hombre más astuto entre los hombres, a los que había liberado por un tiempo de la muerte, el que había escapado del Inframundo, el padre del creador de la más famosa argucia que definiría la más famosa guerra de la historia. Hades recuerda que cuando hubo que asignarle un tormento, él propuso darle al condenado el conocimiento de la elaboración de la ambrosía, y que ésta se convirtiera en arena al contacto con su boca. La idea fue tomada para castigar a Fineo. También recuerda Hades el momento en el que se le transmitió la pena al ciego y éste se negó siquiera a tocar la piedra, y que con el tiempo (el tiempo acronológico de la eternidad) entendió que era su única compañía y que la inacción no era una respuesta válida para su inquieto espíritu. Recuerda los intentos pueriles del hombre de empujar la piedra hacia los costados, de hacerla girar, de tallarla con las uñas.
Pero esta noche Hades quiere darle una oportunidad y hace traer del mundo una brisa fresca. Ese aire de alba con mezcla de mar y de madera llega hasta la cara del ciego, que jadea al pie de la colina junto a la piedra. El hombre se estremece. El aire le humedece los ojos muertos. En un instante recuerda que se llama Sísifo, que secuestró a Tánatos, que engendró a Ulises. Y, cuando recupera su ser, el primer producto de su flamante humanidad es un razonamiento: si ha sido condenado a cargar una piedra que indefectiblemente caerá cuando llegue a la cima, y si no hacer nada es peor que cumplir a rajatabla la condena, la solución está ante él: la colina. Tiene toda la colina a su disposición, puede llevar la piedra hasta dónde él quiera y dejarla caer cuando él quiera. Es libre de dejarla caer. Pero es en ese momento en que razona que Sísifo ya es libre, porque recupera la voluntad, recupera la facultad de pensar, resuelve el acertijo, y no es tanto la resolución lo que le da libertad, sino el proceso de pensar y de planear su destino, aunque sea en la unívoca colina, con el unívoco instrumento que es la piedra.
Sísifo emprende la subida, ahora empuja la piedra con dicha, ahora su cara se llena de picardía, de vida, de orgullo por crear algo propio, aunque se trate de un ejercicio de desbaratamiento del trabajo hecho a lo largo de la subida, tiene el valor de la originalidad, porque será él al que se le ocurra en qué punto -de los infinitos puntos que componen la línea de la colina- dejará caer la piedra, tiene el valor de la sorpresa, porque sus verdugos no imaginan cuándo lo hará, ni en esta subida ni en las siguientes, tiene entonces el valor de adueñarse del trabajo propio porque se ha adueñado del destino de ese trabajo. Las manos de Sísifo están por abandonar la piedra. En ese instante, es un héroe del folk que deja el sonido acústico por el eléctrico y alguien desde la oscuridad le grita “Judas”; es un abogado de la revolución del Río de la Plata que deja los cómodos escritorios y la sensatez de las bibliotecas para respirar la pólvora en el aire de los campos y la derrota; es un hombre de Viena que resolvió de joven la trama oculta de la Filosofía y que vuelve al claustro para entender que siempre estuvo equivocado; es un director de cine popular que perderá su independencia pero recuperará su libertad filmando una película en un solo plano.
Sísifo suelta la piedra. Hades hace una mueca que el hombre no puede ver. El ciego no oye el rodar de la piedra colina abajo. Por un momento irrepetible en la eterna noche infernal, un hombre creyó ser libre y un dios escapó de su tedio.